Una multitud se reunió, algunos con lágrimas, otros con burlas. «Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz», gritaban los fariseos con desprecio. Los soldados se reían de Él, mientras sus palabras resonaban en el aire. Jesús, sin embargo, permanecía en silencio. El cielo se oscureció, y sus manos, clavadas a la cruz, sangraban, dejando caer gotas al suelo. En medio de su tormento, Jesús pronunció siete palabras que cambiarían la historia para siempre: las siete palabras de Jesús en la cruz, el mayor discurso de la historia. Empecemos con la primera.
Las primeras palabras de Jesús en la cruz sorprendieron a todos: «Padre, perdónales». Nadie esperaba palabras de perdón en medio de tanta crueldad. Jesús, el Creador y Señor del universo, tenía el poder para condenar a sus verdugos, pero en lugar de maldecirlos, eligió perdonarlos. Esta primera palabra revela el corazón de su misión: el perdón.
Jesús nos desafía a perdonar incluso en las situaciones más difíciles. ¿Alguna vez te has encontrado en una situación donde parecía imposible perdonar? ¿Qué te impidió hacerlo? Perdonar nos libera del peso del pasado y nos permite avanzar con paz. Jesús nos muestra que el perdón no solo es necesario, sino esencial para nuestra salud espiritual.
Mateo 6:14-15 nos recuerda que si perdonamos a los demás, nuestro Padre celestial también nos perdonará. El perdón es una elección que nos libera y nos sana.
Jesús colgaba entre dos ladrones, ambos criminales endurecidos por el pecado. Uno de ellos lo insultaba: «Si eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, arrepentido, dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino». A este último, Jesús le respondió con una promesa sorprendente: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Esta palabra revela la gracia de Dios. No importa cuán lejos hayamos caído, la gracia de Dios siempre está disponible. El ladrón en la cruz, en sus últimos momentos, encontró salvación. Esto nos recuerda que nunca es demasiado tarde para volvernos a Dios, y que su misericordia no tiene límites. No importa nuestro pasado, Jesús siempre está dispuesto a perdonarnos y darnos la vida eterna.
En medio de su sufrimiento, Jesús miró a su madre María y al discípulo Juan. Con gran compasión, Jesús aseguró que su madre no quedara desamparada. «Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre», dijo.
Este acto de amor nos muestra que incluso en los momentos más oscuros, Jesús cuidaba de los suyos. No solo se preocupaba por nuestra salvación, sino también por nuestras necesidades emocionales y familiares. Este es un llamado a cuidar de nuestras familias y seres queridos, a velar por ellos y demostrarles nuestro amor, como Jesús lo hizo.
En la oscuridad que cubrió la tierra durante tres horas, Jesús exclamó en agonía: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras, tomadas del Salmo 22, no eran un grito de duda, sino una expresión de desamparo.
Jesús, en ese momento, experimentó el profundo abandono que el pecado produce. Estaba llevando sobre sí el peso de los pecados del mundo, y por eso, el Padre había apartado su rostro. Esta palabra nos enseña que, aunque podamos sentirnos abandonados por Dios en nuestros momentos de mayor sufrimiento, Él nunca nos deja solos. Al tercer día, Dios resucitó a Jesús, dándonos la esperanza de la resurrección y la vida eterna.
El calor del día, la tortura y la pérdida de sangre provocaron en Jesús una sed insoportable. «Tengo sed», dijo, y un soldado empapó una esponja en vinagre para dársela a beber.
Esta frase aparentemente simple revela la humanidad de Jesús. Aunque era completamente Dios, también era completamente hombre. Él experimentó el dolor, el hambre y la sed como cualquier ser humano. Sin embargo, su sed también tiene un significado más profundo: simboliza su deseo de que toda la humanidad venga a Él, la fuente de agua viva, para saciar su sed espiritual.
Con un grito de victoria, Jesús exclamó: «Consumado es». No fue un susurro de derrota, sino una declaración triunfante. La obra de la salvación estaba completada. Jesús había cumplido con su misión: el pecado había sido derrotado, y el camino al cielo estaba abierto para todos nosotros.
Este grito nos asegura que no hay nada más que añadir a la obra de Cristo. Nuestra salvación no depende de nuestras obras, sino de lo que Jesús ya hizo por nosotros en la cruz. «Consumado es» significa que la deuda ha sido pagada en su totalidad.
Finalmente, Jesús entregó su espíritu al Padre. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», dijo, demostrando una completa confianza y entrega a Dios.
Jesús no murió como una víctima, sino como un vencedor que entregó su vida voluntariamente. Esta última palabra nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vida: ¿confiamos completamente en Dios? ¿Estamos dispuestos a entregarle todo lo que somos? Jesús nos enseñó que la verdadera fortaleza se encuentra en la rendición a la voluntad de Dios.
Las siete palabras de Jesús en la cruz no son solo un relato histórico, sino una poderosa enseñanza para nuestras vidas. Nos enseñan sobre el perdón, la gracia, el cuidado por los demás, la fe en medio del sufrimiento, la importancia de saciar nuestra sed espiritual, la victoria de la cruz y la necesidad de confiar en Dios en todo momento.
Jesús nos mostró el camino del amor incondicional y el perdón, y nos desafía a seguir sus pasos. Nos invita a vivir de una manera que honre su sacrificio, compartiendo el amor y la gracia que hemos recibido con todos a nuestro alrededor. Él murió por amor a ti y a mí, y es a través de su sacrificio que encontramos el camino hacia la vida eterna.
¿Cómo podemos aplicar estas palabras de Jesús a nuestra vida diaria?
Estas palabras nos invitan a vivir una vida de fe, amor y confianza en Dios. Que cada día podamos recordar el sacrificio de Jesús y su amor por nosotros, y que esto nos inspire a vivir para glorificar a Dios en todo lo que hacemos.
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