Una voz clara y poderosa rompió el silencio: «Levántate, ve a Nínive, aquella gran ciudad, y clama contra ella porque su maldad ha subido delante de mí». Al escuchar la voz de Dios resonar en mi corazón, una ola de miedo me invadió. ¿Por qué me enviaba Dios a mí, un humilde profeta hebreo, a enfrentarme a una ciudad de pecadores? Mi nombre es Jonás, que significa «paloma» en hebreo, y me dedicaba a transmitir la palabra de Dios en un templo de Israel. Pero solo pensar en poner un pie en Nínive me llenaba de terror.
Nínive era la capital del imperio asirio, conocida por su grandeza y maldad, ubicada a orillas del río Tigris en la actual Irak. Sus habitantes eran famosos por su crueldad. No quería enfrentarme a los peligros de un viaje tan largo y arriesgado, ni deseaba que los ninivitas se arrepintieran y fueran perdonados por Dios. En mi corazón, anhelaba que recibieran el castigo que merecían, así que tomé una decisión que desataría la ira de Dios: decidí huir.
Corrí al puerto más cercano y encontré un barco que partía hacia Tarsis, una ciudad lejana, situada en la actual España. Sin dudarlo, pagué mi pasaje y me embarqué, convencido de que allí estaría fuera del alcance de Dios. ¡Qué equivocado estaba!
El barco zarpó y comenzamos nuestro viaje por el mar Mediterráneo. Me sentía inquieto y culpable, sabía que estaba desobedeciendo a Dios, pero mi miedo y mi terquedad eran más fuertes. Mientras navegábamos, me retiré a la parte más profunda del barco y me quedé dormido. Pero no pasó mucho tiempo antes de que una violenta tormenta sacudiera el barco. El viento rugía, las olas monstruosas amenazaban con tragarnos, y los marineros, aterrorizados, comenzaron a clamar cada uno a su dios.
De repente, el capitán bajó a donde yo estaba y me despertó, diciendo: «¿Qué tienes dormilón? ¡Levántate y clama a tu Dios! Quizá él tenga compasión de nosotros y no pereceremos». Desperté aturdido y avergonzado. Sabía que esta tormenta no era una coincidencia, era Dios llamando mi atención. Los marineros, desesperados, me interrogaron: «¿Por qué nos ha venido este mal? ¿Cuál es tu oficio? ¿De dónde vienes?»
Respiré hondo y confesé: «Soy hebreo y temo a Jehová, el Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra. Huyo de su presencia». Los marineros se miraron entre sí, comprendiendo que la tormenta no era una simple casualidad, sino la manifestación de la furia divina. Me preguntaron qué debían hacer para calmar el mar. «Sacadme y lanzadme al mar, y el mar se calmará, pues sé que por mi causa ha venido esta tempestad sobre vosotros», respondí.
A pesar de mis palabras, los hombres intentaron remar hacia tierra firme, pero el mar se volvía más salvaje. Finalmente, resignados, me lanzaron al mar después de pedir perdón a Dios. Tan pronto como caí al agua, la tormenta cesó y el mar se calmó.
Mientras me hundía en las profundidades del océano, una criatura enorme apareció y me tragó entero. Pasé tres días y tres noches en el vientre de aquel gran pez. Rodeado por la oscuridad y los jugos digestivos del animal, tuve mucho tiempo para reflexionar sobre mi desobediencia. En esa soledad, recordé las historias de mi pueblo y cómo Dios siempre había mostrado su misericordia cuando los israelitas se arrepentían.
Oré desde lo más profundo de mi ser, reconociendo mi error. Prometí obedecer a Dios y alabar su nombre. Y entonces, después de tres días, el pez me vomitó en tierra firme. Exhausto y cubierto de los jugos digestivos del pez, me di cuenta de que Dios me había dado una segunda oportunidad.
La voz de Dios me habló de nuevo: «Levántate, ve a Nínive y proclama el mensaje que yo te diré». Esta vez, sin dudarlo, me dirigí a Nínive. Al acercarme, no pude evitar sentir temor por su tamaño y reputación. Sin embargo, entré en la ciudad y comencé a proclamar: «Cuarenta días más, y Nínive será destruida».
Recorrí la ciudad sin descanso, anunciando el juicio de Dios. Para mi sorpresa, los ninivitas respondieron con arrepentimiento. Desde el más humilde hasta el rey, todos ayunaron, se vistieron de cilicio y clamaron por misericordia. El rey mismo ordenó que toda la ciudad, incluidos los animales, se arrepintiera de su maldad.
Dios, al ver su arrepentimiento, decidió no destruir la ciudad. Aunque debería haberme alegrado por su salvación, me sentí frustrado. ¿Cómo podía Dios perdonar a una nación que había causado tanto sufrimiento a mi pueblo? Me alejé de la ciudad y me senté en una colina, esperando ver si Dios cumpliría su promesa de perdonar.
Dios, en su bondad, hizo crecer una planta junto a mí para darme sombra, lo que me alivió del sol abrasador. Pero al día siguiente, la planta se marchitó, y me sentí enfadado por su pérdida. Entonces Dios me habló: «¿Te duele por la planta que no plantaste ni cuidaste? ¿Y no tendré yo compasión de Nínive, aquella gran ciudad con más de 120,000 personas?»
En ese momento, entendí. Mi misión no solo era salvar a Nínive, sino también aprender sobre el perdón y la compasión de Dios. Su amor no tiene límites, y su misericordia se extiende incluso a aquellos que parecen menos merecedores. Me levanté con un corazón transformado, dispuesto a compartir lo que había aprendido sobre la gracia y la misericordia de Dios.
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